paisaje albicante
en armonía de azul y plata; el Nakagava o río de adentro,
se dilata ancho y especular como vasta laguna, y por fin, visto desde la
circular ventana de una casa de té, el río Moriuchi baña
huertos de cerezos y negras pinedas, que incrustan el azul glasé
de sus aguas con azabaches y corales...
A los paisajes fluviales mézclanse los alegres aspectos de Yedo
en fiesta, luciendo las variadas alegorías y las matizadas decoraciones
de ese pueblo que posee centenares de templos, millares de dioses y que
no deja pasar una sola lunación sin celebrar alguno de los festivales
en que tan deliciosamente se mezcla lo esotérico a lo exotérico,
el místico hieratismo a la celebración demótica y
profana.
Así aparece el barrio de Asakusa con sus casas de té en
saledizo sobre el río, visto desde un buque empavesado, al ancla
junto al puente de Riogoku; así todo el arrabal de Shichiú,
se engalana con mil ramas floridas de las que cuelgan como en los árboles
de Navidad, calabazos, copas y frascos de saké, rojos pescados
y tajadas de sandía y así decorado, celebra el festival de
la estrella Tanabata, la divinidad astral que en cierta noche del año
pasa el Río Celeste y celebra sus nupcias con su amado, el lucero
Kengyú...
Así también entre los róseos cerezos de Adzuma, a
la vera de un estero ultramaro y sobre un talud verdegay, zigzaguea un
sendero jalde todo plantado de mástiles, que anuncian el matsuri
del inmediato templo shinto.
Y por
fin, en la isla fluvial de Tsukuda, un es-
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