Mis relaciones con José Juan Tablada no fueron muy estrechas; pero se mantuvieron en términos discretos, y no hubo entre él y yo nada que alterara nuestra estimación ni nuestro compañerismo literario. Cuando iba yo, domingo a domingo, a la casa de Valenzuela en Tlalpan, José Juan distaba ya mucho de ser un asiduo visitante del poeta de Almas y cármenes. Algo supe de un desacuerdo grave entre el director de la Revista Moderna y el poeta de “Ónix”. Me contaron que Valenzuela se había dolido del enfriamiento de Tablada cuando Chucho no podía ser ya aquel Mecenas opulento y generoso que vaciaba “el oro de su arcón y sin volver el rostro de gesto señoril” —como dije en un poema— en los bolsillos de sus compañeros de letras. No me sorprendió aquello en Tablada, espíritu demasiado práctico y activo negociante en todo lo negociable. A Valenzuela debe de haberle contristado más que el de ningún otro de los desertores, el cambio de su amigo y colaborador, pues Tablada fue siempre para Chucho el discípulo amado, el poeta preferido. El ingenio, las facultades literarias de José Juan, su agilidad para saltar de un lado a otro en el campo lleno de altibajos de las novedades poéticas, su destreza para asimilarlas y sus indiscutibles dotes de poeta tenían embobado a Valenzuela, hombre sin envidias y espíritu dispuesto a admirar y aplaudir todo cuanto le parecía admirable y plausible. Su cariño por José Juan llegó a inspirarle unos artículos injustos en que comparaba cierto poema de Urbina con otro de Tablada, sin más objeto que enaltecer al segundo y menospreciar al primero. El poema de Luis era uno de aquellos que tituló Poemas Crueles —de lo más débil de su producción—, y había parcialidad aun en la elección de la obra comparada. Mucho ha de haber querido Chucho, hombre todo bondad, a José Juan, para cometer en favor de la amistad apasionada, tal injusticia.
A raíz de conocernos Tablada y yo en 1905, tuvimos un encuentro ocasional en un tranvía y nos pusimos a charlar de literatura. Me dijo que acababa de leer un poema mío —mi soneto a Paul Verlaine— y me colmó de elogios por la comprensión de la obra del poeta de Sagesse y por lo bien logrado del poema. Me regocijaron sus palabras, pues Tablada pasaba, y con justicia, por ser en la Revista el más enterado y conocedor de la moderna poesía francesa.
Nos veíamos después, de tarde en tarde, ya en el Liceo Altamirano, ya en alguna reunión de escritores. Colaboraba él en la prensa diaria y escribía crónicas y notas de crítica de libros, éstas con muy buen gusto, con ágil estilo y con mucho conocimiento de causa. Cuando publiqué en 1911, Los Senderos Ocultos, les consagró un laudatorio juicio, muy comprensivo y muy cariñoso. En la librería de Bouret, volvió a hablarme del libro en términos de encomio, y en tal forma, que me sentí con deseos de corresponder sus palabras con la dedicación de un poema, “La Parábola de los Ojos”, que puede leerse en mi libro “Parábolas”. Más tarde, cuando escribía yo en la página editorial de “El Heraldo de México” y publicaba semanalmente notas sobre libros, escribí una en alabanza de su bello libro “Un Día” y se la envié a Caracas, donde él estaba con un cargo diplomático. El artículo le gustó, y cuando me dio las gracias por él, me hizo saber que todos los periódicos de Venezuela y de muchos otros países sudamericanos lo habían reproducido. No creo pasarme de listo si sospecho que la mano del poeta no fue ajena a tantas reproducciones.
Andaba él por entonces quebrantado
de salud, con litiasis renal, y en una de sus cartas venezolanas me contó
sus cuitas y su alivio de ellas mediante un tratamiento apropiado. Con
su inagotable gracejo, me escribía:
—Soy el único poeta a quien
han salido bien sus cálculos.
Esta amistad, no precisamente entrañable, pero de extremada cortesía y buen trato no desmentido, tuvo su momento crítico de reserva y de frialdad, aunque no por culpa mía, sino de mi hijo Enrique, poeta que hacía sus primeras armas en una revista juvenil. El grupo al que Enrique pertenecía no gustaba mucho de la poesía de Tablada, y mi hijo, con la natural ligereza de la mocedad, se permitió censurar algún libro del poeta, ya en plena consagración. Ofendióse Tablada de la impertinencia y la tomó contra el crítico audaz y contra los del grupo “enemigo”. Aquel muchacho —a quien me complazco en llamar hijo y amigo—, que era noble y limpio de corazón, no tardó en reconocer que su momentánea petulancia era una falta, y procuró desagraviar a Tablada por todos los medios que tuvo a su alcance. Años después, cuando mi hijo ocupaba un puesto elevado en la Secretaría de Educación favoreció al poeta ofendido y le sirvió en sus demandas. Pero no creo que éste le haya otorgado su perdón.
Yo no eché de ver cambio alguno de Tablada para mí. No había motivo de mi parte que despertara su mala voluntad. Y cuenta que era enemigo peligroso y muy dado a sátiras que nada tenían de inocentes. Epigramas llenos de ingenio y de mala intención corrían de boca en boca en los círculos literarios. A veces no traspasaba los límites de un epigramático gracejo; pero con frecuencia se le pasaba la mano y se convertían los chistes en imperdonables ofensas. Bien conocido es el epigrama que dedicó a Díaz Mirón —hombre de ningunas pulgas y de reacciones peligrosas— cuando éste se lanzó a la persecución de un hombre fuera de la ley que merodeaba en el Estado de Veracruz, no sé a punto fijo si bandolero o rebelde, Santanón de apodo y Santana de nombre:
Hay vates de guitarrita
y vates de guitarrón:
unos van a Santa Anita
y otros van a Santanón.
Podría yo jurar que nunca, después de esta salida, se puso por delante del poeta de “Lascas”, el atrevido burlador. No solía el burlador tolerar ni mucho menos perdonar bromas de tal índole. En tres o cuatro bolsillos del traje, traía el poeta veracruzano la automática y peligrosa respuesta.
No me explico por qué Tablada
parece haber perdido ante la crítica su privilegiada y merecida
situación de antaño. Estuvo siempre al día en modas
y movimientos literarios; despertó inquietudes entre los jóvenes;
poseyó un temperamento lírico de primer orden; dejó
una obra considerable por su extensión y su calidad, fue, por último,
de los valientes defensores de la poesía nueva. Se le echan en cara
—y esto es quizás la causa de cierto desinterés actual— su
dispersión, su volubilidad en géneros y estilos exóticos;
su “diletantismo”, en una palabra. Se piensa que podía haber alcanzado
mayor altura poética con seguir una sola dirección, firme
y fervorosamente. Yo creo que Tablada no sería entonces lo que es.
Su personalidad está precisamente en aquel interés por todo
lo que captaba su espíritu curioso e inteligente; en su gran poder
asimilador. En esto es acaso figura única en las letras mexicanas.
El “Responso a López Velarde”, una de las más bellas poesías
de Tablada, confirma lo que he dicho: con un tono que revela el intento
de adoptar el del poeta muerto, logra una emoción personal que conmueve
y encanta.
*Fragmento de La apacible locura. (Segunda parte de sus memorias El hombre del búho). México, Cuadernos Americanos, 1951.