Encaramado en una meseta seca y arenosa como un halcón
en su percha, el castillo real de San Germán en Lay atrae menos
la atención de los turistas que sus rivales afortunados, Versalles
y Fontainebleau. Un rey de Francia, de aquellos que pasaron dejando solamente
una fecha árida en los manuales de historia, alzó una fortaleza,
hace nueve o diez siglos. San Luis hizo tejer con piedra un encaje: la
capilla. Francisco Primero, el rey del buen Placer que resume su filosofía
de vividor con los flon-flones de La Donna e móbile, derribó
la mole feudal y edificó un palacio al gusto suntuoso y florido
del Renacimiento. La piedra y el ladrillo alternan en su decorado como
las penas y las alegrías en la vida; más piedra - y más
penas- que ladrillo. Luis XIV, nacido en un pabelloncito en pie todavía,
dio en el palacio fiestas suntuosas que perduran entre las páginas
de la periodista de la época, la Marquesa de Sevigné, pero
abandonó a su pueblo natal por Versalles; aún guardan rencor
los habitantes de San Germán a los versalleses, germen de guerras
futuras... El castillo conoció los mil avatares del abandono: prisión
militar, escuela, cuartel, penitenciaría, museo de Prehistoria,
en fin. ¿Para qué otra cosa puede servir un castillo viejo?
Una suerte de fetichismo impide acondicionar esos inmuebles para habitaciones
privadas: la Humanidad no ha doblado en vano la espalda durante tantos
siglos ante los reyes... Si no hubiera museos, habría que inventarlos.
El siglo XIX restauró al viejo palacio de arriba abajo, como cualquier
dama quintañona cliente de un instituto de belleza. Levadura de
recuerdos: nacimientos de reyes, muertes de príncipes, tratados
de paz, destierro de soberanos sin suerte, de todo hay en los fastos de
San Germán. Pero al turista que no le importan los reyes, un nombre
más famoso le deja pensativo, acodado al barandal de la terraza:
en un hotel alzado sobre los cimientos del palacete donde Enrique IV alojó
a la Bella Gabriela, escribió Alejandro Dumas Los Tres Mosqueteros
y El Conde de Montecristo.
El museo
Contemplando estas vitrinas asistimos a la infancia venerable de la civilización, que comienza con los pedernales estallados por la mano del bruto medroso que había de ser después el Hombre. La inteligencia al despertarse apenas titubea: algunas cosas son perfectas desde el primer momento: algunas cosas son perfectas desde el primer momento; la hoz, las tijeras, la aguja, la fíbula, el peine, la rueda, el pan. Son las grandes invenciones, obras geniales de la especie. Los siglos y la civilización no podrán aportar sino perfeccionamientos de detalles. En cambio, otros objetos guardan su secreto celosamente; la espada, por ejemplo, revela mil tanteos; hasta las hojas equilibradas y terribles del siglo XVII la espada no será perfecta.
Nos conmueven esos abuelos borrosos,
que sólo nos dejaron de su paso por el mundo esas piedras labradas,
huella de su trabajo, testimonio de su dolor, y la gota de sangre que nos
enciende en los instantes de crisis. Simpatía, como frente al inhábil
esfuerzo infantil. Fueron hombres robustos, fueron ancianos; no importa:
los vemos a como a los niños, desde nuestra inmensa vejez de civilizados;
estamos en el secreto del desenlace. Una lección, discreta y callada,
dan esas piedras: pasaron los hombres y quedó, pequeña o
grande, su obra. Sólo que, ¿valía realmente la pena
sufrir por dejar un pedernal cortante, o por dejar el " pensador" de bronce?...
La selva
Ceñidos a París como una piel cara al cuello de una linda mujer, el Bosque de Bolonia y el de Vincennes son bosques en la medida en que es fiera un gato. En cambio qué divina música en el silencio azul la de los mirlos en la selva de San Germán. Los automóviles la raya, sin embargo, como los alambres de Necaxa, desde lejos, a la pirámide de Teotihuacán. Un trenecito de arrabal, el primero que rodó en Francia, va a hacer un siglo, jadeante, sonoro y humoso, bonachón como un viejo obrero -de los de espeso bigote rubio sobre la pipa, anchos pantalones de pana, zapatones elefantinos y bovina marcha- la corta con una trinchera cuyos taludes eriza el verdor de los zarzales punteando con amapolas como, en los bulevares de París, las blusas femeninas con la gota de sangre de una catarinita: la moda. De la trinchera sube una erupción de nubes muy blancas, y el paseante es acerca al cráter del Popo: impresión de escudriñar el laboratorio central de la Naturaleza. El tren se hunde en un túnel como los ladrones en la caverna de las Mil y una noches, con la certeza de saber adonde va; para limpiarlo, pasa su plumero blanco igual que un trapo retorcido por tubo de quinqué. Desde el fondo del arco negro nos mira un ojo brillante e inmóvil, y nos sentimos un poco Sigfrido: la del dragón... Es el otro orificio del túnel, a medio kilómetro de distancia.
Bajo los árboles propicios se
aventuran parejas discretas, rentistas pequeños que veranean en
el pueblo, viejas damas que discurren pasito a pasito por el tapiz de musgo.
Un soldado con la guerrera desabotonada lleva por el talle a una muchacha:
aguafuerte de Dignimont o acuarela de Chas Laborde. Ella tiene la nariz
respingona que Menilmontant o Belleville -barrios populosos de París-
dan a sus productos como marca de fábrica, el cabello color de clara
miel, la boca muy roja, la mirada entre infantil y lépera. A él,
la mandíbula cuadrada, el cuello toral, la boca sin labios casi,
el entrecejo duro, lo marcan infaliblemente con un sello apache de la Villette,
el barrio de los matanceros de reses y de hombres; el grueso uniforme azul
claro parece un disfraz transitorio. Una pareja de las fortificaciones,
la môme y su mec, en buen argot, que vienen "en balada,
a ver las hojas al revés"...
Intermedio
El verano inventa una chanza, recia
y gruesa cual una página de Rabelais, entoldando a los árboles
con algodón gris y rebajando la luz como un mechero de gas. Reimpresión
del Diluvio, tragedia agotada. Desgarramiento de seda en las hojas, súbita
voz de los regatos, olor sabroso y bueno a tierra mojada. Bloqueados bajo
los árboles, los paseantes tienen el aire de estar haciendo cosas
prohibidas por los Reglamentos de Policía y Buen Gobierno. La lluvia
busca tortuosamente entre las anchas hojas por donde deslizar unas gotitas
hasta los sombreros medrosos, pero se cansa pronto del juego. Ya charoló
a la selva, donde el verano ensaya las anilinas del otoño; ahora
al sol hacerla brillar toda como un esmalte sin precio. En un claro, al
pie de una pendiente, un kiosco de refrescos rodeado de sillas y mesas
húmedas, con sus botellas en fila cual las condecoraciones de un
rey negro, tiene el aire de haber sido arrastrado hasta ahí por
un torrente. Los regatos que aún corren se empequeñecen y
se disimulan hasta desaparecer, como bajo un sofá un perrito avergonzado.
Y viendo a la nube gris desgarrase igual que una camisa de bohemio, dardeada
implacable por el sol, agradecemos a la lluvia el que siempre comience
anunciándose con su toldo gris y con unas cuantas gotas preliminares:
sería terrible que empezara de pronto, volcándose de un golpe
cual un estanque desfondado...
La terraza
Trabajo de titanes, capricho y placer de un solo hombre. La trazó Le Nôtre, el artista de Versalles, para que el rey Luis XIV pudiera lanzar a lo lejos sus miradas noblemente, sin que nada se atreviese a detenerlas. Durante dos kilómetros y medio alarga su barandal de hierros simples y graciosos, frente a uno de los más suaves panoramas del mundo: el valle de Sena. Castaños tres veces seculares la juntan a la selva. A su comienzo, como escarapela, tiene una glorieta florida donde cabriolea estatua de mármol, licuándose en lo azul. Entre las llamas de los geranios, entre las rosas apoyadas en el rodrigón cual cortesanos en el bastón de carey, entre los plúmbagos malva -la mexicana estrella de cinco puntas que en los bancos de la Alameda encerca a las muchachas morenas y dulces- se entretejen convenientemente mariposas blancas y amarillas; el maestro jardinero sabe bien su oficio.
Con "muy jacíntico impulso"
avanzamos hasta el barandal Norte para contemplar París, flotante
en un agua sucia hecha de humo y de distancia. Sobre la costra de las casas
se encrestan las torres y las cúpulas famosas. El Sagrado Corazón
brilla como un ópalo. Las chimeneas espinan al paisaje de seda.
Algo debe de ocurrir hacia la parte de Marly porque de cada una sale el
humo encaminándose hacia allá en una bruma grisácea
que esfumina los contornos. Y sobre el cuadro inefable, la firma de nuestro
siglo: el vuelo inquieto y circular de un aeroplano
1925