Marcha por tierras de Francia. Vamos a Ermenonville, a ver la tumba de Juan Jacobo Rousseau. Desde la más próxima estación de ferrocarril hay siete kilómetros; en verano un servicio de automóviles acarrea a los rebaños de turistas, pero en invierno la soledad es absoluta; por eso hemos venido en invierno.
Todos debemos algo a Juan Jacobo: como filósofo preparó la Revolución Francesa; como escritor, el Romanticismo. Y una y otro nos han nutrido. En cuanto al hombre... Olvidémoslo: veamos sólo en Juan Jacobo Rousseau una entelequia.
La cinta clara del camino retiene los
campos contra la redondez del orbe, al modo como las tiras de tafetán
inglés ajustan una compresa de algodón sobre una herida.
El paisaje viste hábito franciscano. Larga desnudez de tierras labradías,
truncada por los altos conos del heno engavillado: molinos sin aspas, en
espera de un Don Quijote traducido al francés. El cielo pesado y
gris no cae completamente porque lo sostiene con esfuerzo titánico,
en el horizonte, colinas erizadas de bosques, y, junto a nosotros, los
postes del telégrafo, ligados a otros como ascensionistas en el
Popo. Sobre el pentagrama de los alambres los pájaros componen una
sonata: clisé literario. A lo lejos, el campanario de Eve, pobrecito
y bueno, el de Montigny, agudo cual un epigrama, pinchan las nubes sin
desinflarlas. El silbato colérico de una locomotora relampaguea
sobre el tronar de un carro; ella y él son invisibles, como las
alondras que dejan caer desde el vacío sus diamantes sonoros. Los
tordos tropiezan con el techo de nubes igual que un canario con el de su
jaula, y naufragan en los surcos, puñado de piedras salido de un
haicai de Monterde. Desde una vedija gris se desploma con veloz diagonal
un cuervo. Los hitos devanan el camino, trocándolo en cinta de medir:
no acabará nunca nuestro andar, inútil galope de ardilla
en su jaula... No avanzamos: un cono de heno es igual a otro cono de heno
y nos envía el mismo suave relente campesino; una labor igual a
otra labor; un kilómetro igual a otro kilómetro. La soledad
total subraya la melancolía monotonía de nuestra marcha.
Como un buque en alta mar estamos siempre en el centro del mundo. Andamos.
Andamos. ¡Y el exasperante campanario de Montigny empina sus sesenta
y cinco metros de piedra sobre la llanura, eternamente presente lo mismo
que ciertos apellidos en las crónicas de sociedad!
Ermenonville
Cual un periscopio en la trinchera,
asoma sobre una hondonada el gallo del campanario de Ermenonville, desconfiadamente.
Poco a poco el pueblecito pierde el miedo y deja salir la torre cubierta
de pizarras húmedas, la espuma verde de un árbol, un tejado
amarillento de moho. Un campo de coles, humilde como robustas mozas lugareñas
-¡oh Ramón amigo!- se adelanta a recibirnos. Hay sólo
mansedumbre en el mirar de los bueyes; caminan con la pesada, hueca majestad
de Luis XIV en Versalles y, para no extraviarse devanan un chorrito de
baba como Teseo el hilo de Ariadna. Las trompetas rústicas de las
ocas suenan en nuestro honor al acercarnos al castillo, con una reminiscencia
del Quijote. En la calle única del pueblo las gallinas hacen
los baches a picotazos. Ermenonville tiene una iglesita cargada de siglos
y de humildad, un inefable monumento a Rousseau como sólo un alcalde
"con lectura" pudo haberlo planeado, y dos colores en sus casucas: pardo
y gris, los colores de la miseria.
El parque dieciochesco
A la manera de esas oficinas públicas donde carteles dibujados por un Sanchitos o un Peritos domésticos y bonachón intimidan a los contribuyentes con frases conminatorias, el parque de Ermenonville habla al visitante con poemas y máximas morales. Ese árbol magnífico de su sombra en el verano a cambio de la lectura de un discursito pintado en un escudo, sobre su tronco. Esa roca está quintada, cual si fuese de oro, con un verso latino. "El libro abierto de la Naturaleza" deja de ser una frase pomposa: leemos en él, como leía Rousseau, como leyeron tantos otros peregrinos de este curioso y lindo parque de Ermenonville. Parece como si el señor del lugar, la irse, hubiera dejado al lacayo un recado para el visitante; o como la indispensable carta al papá, de la niña que se fuga con el novio, o al juez, de quien se fuga de la vida. EL marqués de Girardin creó este parque sentimental y filosófico, "embellecido a la Naturaleza", treinta años antes del Terror y de la guillotina, en 1763. A él vino la regia pastora del Trianón. Al castillo señorial llegó a morir Juan Jacobo Rousseau, de apoplejía, a los sesenta y seis años de edad, el 3 de julio de 1778.
No existe ya el pabellón donde
el ginebrino, huésped del marqués, habitó durante
las seis últimas semanas de su existencia. Y su cuerpo, exhumado
por orden de la Convención Nacional en 1794, soporta varias veces
al día los discursos fonográficos del cicerone en la cripta
del Panteón, en París, frente a las manadas de turistas,
cerca de su rival, Voltaire. Pero quedan su tumba vacía y su recuerdo.
Los mismos árboles y las mismas peñas que le vieron, ven
la curiosidad de los Bouvard y los Pecuchet, quienes pasean sus digestiones
dominicales. El mismo dolmen artificial, "gruta de los antiguos amores"
-monumento megalítico de pacotilla, módica representación
de las rocas de Meillerie en Saboya, escenario de un episodio de La
nueva Eloísa-, albergó las reflexiones del pensador como
alberga ahora, en le verano, las risas de la modistilla y del electricista
endomingados. Igual que Rousseau, trepan hasta el Templo de la Filosofía
-dedicado en latín a Montaigne- los turistas, pero su propósito
no es la meditación, sino dejar latas de conservas vacías,
paquetes de cigarrillos arrugados y periódicos grasientos, y protestar
contra "la incuria del Gobierno", pues deja arruinarse el monumento ilustre...
Ignoran que el lírico marqués de Girardin lo hizo construir
así, en ruinas, para simbolizar la imperfección de la Filosofía,
agravando el desastre con la indispensables inscripciones latinas: cada
columna toscana tiene la suya a la manera de los árboles en un jardín
botánico. En la soledad protectora como un manto impermeable, entre
el roer de las gotas de lluvia y la queja de la arena bajo nuestros pasos,
el parque da su secreto y su poesía; y un hilo anuda nuestro espíritu
al de otro siglo. Casi envidiamos al joven desconocido, émulo de
Werther, que vino a poner en esta fronda un punto final de plomo al enigma
de su vida; duerme en una tumba discreta, bajo el dosel, alternadamente
de esmeralda y de oro, de los árboles.
La tumba de Juan Jacobo
Este parque de Ermenonville es un compendio de geografía: tiene lago, río y cascada; pradera, bosque y arenal; montaña, grutas y valles; sólo le faltaba un volcán y enterraron aquí a Juan Jacobo Rousseau...
A un extremo del estanque vastísimo -bordado de confervas y de juncos, arrugado no sabemos si por los años o por el viento y en cuya hoja de estaño la natación de las becadas salvajes traza una gran V-, hay una islita baja, empenachada de álamos: la tumba de Juan Jacobo Rousseau. Ha desaparecido la urna que, según muestran las litografías románticas, coronaba al sarcófago, a imitación de los antiguos. Con sus bajorrelieves de mármol y sus piedras enmohecidas, da una infinita lección de paz. No: la muerte no es dolor ni tristeza- dice-, es serenidad. Y se evoca el cuadro pomposo, acerbo y enigmático de Boecklin... Esa islita, bajo el suave cielo cargado de lluvia cual de lágrimas unos ojos bellos, con las velas gráciles de los álamos, semeja un navío de placer a la deriva en el agua mansa.
¡Tan humana, esa tumba!...tan humana, que deja de ser sepultura y se vuelve triunfal monumento conmemorativo, zócalo de la estatua invisible del filósofo...