Existe un estado particular de conciencia en nuestro tiempo, consecuencia directa del dinamismo y la vibración en que vivimos, hijo de la velocidad, hasta ahora la única conquista positiva de la Humanidad. Bueno o malo, aplaudido o atacado, ese estado de conciencia existe de modo tan evidente que es innecesario hacerlo notar: todos estamos convencidos de que hoy una parte de los artistas y de los creadores de belleza piensan y producen fuera del estado de conciencia que produjo la obra clásica. A ese estado, en lo que se relaciona con la obra de arte, la denominó Guillaume Apollinaire "esprit nouveau", espíritu nuevo.
La definición es sólo relativamente feliz. Nuevo con relación
al espíritu clásico. ¿será nuevo para las generaciones
futuras? Seguramente no. Ciertos historiadores subdividen la historia en
sus últimos períodos en moderna, que llega hasta la revolución
francesa y contemporánea, que alcanza desde esa época hasta
nosotros. Es evidente que a los historiadores de mil años más
tarde esa división no satisfará, puesto que contemporáneo
se llama lo que sucede en el tiempo en que se escribe la crónica
de los sucesos de que se habla, y para esos hombres del futuro, nuestra
edad contemporánea será tan antigua como es para nosotros
el reino de Carlomagno.Así con el espíritu nuevo. Pero provisionalmente
basta. Además, vivimos tan aprisa que esa definición si bien
abarca corto número de años son de tal intensidad que equivalen
a los largos períodos de otros tiempos en los que para iniciarse,
crecer, desarrollarse, decaer y morir una escuela o un estado de espíritu,
transcurrían varias vidas de hombres. Nuestras horas valen por días,
nuestros días por meses, nuestros meses por años, nuestros
años por décadas: el cubismo, movimiento de trascendencia
extrema que ha dejado marcada toda la producción artística
posterior a 1910 con un sello indeleble como la flor de lis sobre el hombre
de los condenados por la justicia del rey de Francia, ha durado diez años.
Sus creadores -un Picasso, por ejemplo- marcan en su vida mediada apenas
cuatro, cinco etapas: período rosa, período azul, cubismo,
neo-clasicismo, última manera; y entre cada una las diferencias
son tan marcadas y tan hondas que el artista es otro. Cinco años:
una nueva alma: de nuestro yo antiguo quedan sólo reminiscencias.
Espíritu nuevo, pues. Lo que durará, no lo sabemos: pero
existe y bajo su bandera se hace el arte de hoy: frente a frente, correspondiéndose
el uno al otro como los dos garfios del paréntesis, cóncavo
el uno y convexo el otro, Picasso y Apollinaire, los dos grandes innovadores,
encierran todo el genio de un momento del mundo. Entre las dos columnas,
la multitud.
Ese espíritu nuevo se muestra hasta ahora, principalmente, en la
pintura y en la poesía. En un artículo póstumo, -verdadero
testamento literario- publicado en 1° de Diciembre por el Mercurio
de Francia Guillermo Apollinaire, inventor de la palabra -¡inventor
de tantas cosas!- lo define: "El espíritu nuevo que se anuncia,
dice, pretende heredar ante todo de los clásicos un sólido
buen sentido, un espíritu crítico seguro, vistas de conjunto
sobre el universo y el alma humana, y el sentido del deber que despoja
los sentimientos y limita, o mejor, sujeta, las manifestaciones. Pretende,
además, heredar de los románticos una curiosidad que le mueve
a explorar todos los dominios propios para proporcionar una materia literaria
que permita exaltar la vida bajo cualquier forma que se presente. (Veáse
pues que no es algo esporádico, arbitrario, nacido porque sí
y sin ligas con lo pasado: es el mismo arte, el mismo aliento vital, que
continúa, adaptándose a la sensibilidad de los hombres de
hoy.) Explorar la verdad lo mismo en el dominio étnico, por ejemplo,
que en el de la imaginación, he ahí las principales características
de este espíritu nuevo.
Los poetas deben hacer el aprendizaje de esta libertad de inimaginable
opulencia. En el dominio de la inspiración, su libertad no puede
ser menor que la de un diario que trata en una sola hoja las materias más
diversas, y recorre los países más lejanos. Se pregunta uno
por qué el poeta no tendría una libertad por lo menos igual,
y estaría obligado, en una época de teléfono, de telegrafía
sin hilos y de aviación, a mayor circunspección respecto
a los espacios.
La Libertad y el orden que se confunden en el espíritu nuevo son
su característica y su fuerza, dice Apollinaire. Él reclamaba
la libertad de expresión, la única capaz de determinar nuevos
descubrimientos en el pensamiento y en el lirismo. Según eso, dice
André Billy, puede definirse el "espíritu nuevo" como el
espíritu de razón o espíritu clásico, aliado
al espíritu de libertad o espíritu romántico, y al
espíritu de verdad o científico, para la conquista del mundo.
Todos los iniciadores de un movimiento artístico, dice un crítico,
se equivocan sobre el alcance estético de su obra: no creamos que
los jóvenes poetas de 1820, al comenzar el romanticismo, hayan visto
claramente la reforma que preparaban. Se sufre una corriente que los arrastra,
más bien que no se la analiza.
Apollinaire creó la estética nueva del salto lírico;
rica en maravillosos secretos: a cada salto, batir su propio record ypasar
por sobre el mayor número de ideas intermedias posible: en la cadena
sólo nos importan el eslabón que la comienza y el que la
acaba. Y si no somos capaces de saltar tan lejos como el poeta, no importa:
nos deja, entre su punto de partida y su punto de llegada, vagar bastante
para que a nuestro sabor reconstruyamos los puntos de apoyo que nos sean
necesarios: help yourself. Sírvase a su gusto. ¡Tanto
peor para él, si el lector necesita que le den el alimento ya masticado,
como algunos animales hacen con sus pequeñuelos! Un gran poeta francés
define la prosa como el arte de decir las cosas, y la poesía, como
el arte de sugerirlas. Pero contra la sugerencia limitada, canalizada,
estrecha, de la poesía antigua, Apollinaire -y con él quienes
le siguen- no pone límites a la sugerencia, la deja enteramente
libre, y aumenta sus posibilidades sin límites.
Hoy no le torcemos ya el cuello al cisne de plumaje engañoso. Es
antieconómico. Lo pintarrajeamos como un navío camuflé
durante la guerra, lo anunciamos a golpes de manifiesto -bombo y platillos-
y cobramos cincuenta centavos por mostrar el ave rara, primera de una especie
desconocida. El mérito es igual: el último plesiosaurio o
el primer cisne multicolor.
Todo el esfuerzo de la civilización tiende a limitar; todo el de
la cultura, a definir. Paralelamente, el creador artístico limita;
el crítico, define. Limitar, porque en el número infinito
de las posibilidades, el creador el creador artístico marca la suya,
la arranca a la ganga informe, la precisa y la circunscribe con hiletes
de cuero de buey como el héroe mítico a la ciudad codiciada,
o con la punta de la pluma, émula de la espada de Pizarro dividiendo
el mundo en dos partes: lo posible y lo imposible, y eligiendo ésta
última. Definir, porque entre la obra forzosamente contradictoria
e inextricable, serpentea continuo, claro y seguro un espíritu -tal
un arroyuelo entre los matorrales de un bosque- y el cr´tico ahonda,
busca, y muestra en fin, definiéndolo, ese espíritu.
Ya no se canta a la Mujer. Ahora se cantan otras cosas. Jean Cocteau, el
ángel; Reverdy, la visión espectroscópica de las cosas,
bajo el barniz de lo cotidiano; Cendrars, la red que trazan sobre el mundo
sus pies viajeros; Morando, el cosmoplitismo sensual y hedonista; Jules
Romains, el alma colectiva de la muchedumbre. Así los demás.
A Rimbaud debemos todo eso. ¡Loado sea! Él alzó una
columna de humo durante el día, de fuego en las noches, y nos guio
-nuevo Moisés- hacia lo inexplorado de la poesía. Él
nos dijo: -Lisardo, en el mundo hay más, como la voz irónica
en la tragicomedia del dUque de Rivas. Él representó el más
vivo y perfecto ejemplo de esa ansia de fuga de lo cotidiano, eterno en
los poetas, pero orientado, desde él, hacia nuevas direcciones,
lo que se ha llamado feliz y piadosamente "rimbaldismo". La mujer, en todo
ello, queda siendo un pretexto, unincidente, la más agradable de
las ocupaciones. Pero aquella exasperación, aquel culto, aquel darse
todo en el poema para que la gatita de color de rosa hiciera una pelota
con el papel y jugara, ha desaparecido. Oímos, claro, la queja de
amor todavía: el radio aún no electrocuta a todos los ruiseñores.
Pero pasamos de largo. Aplaudimos quizás -resabio de mala educación-
cuando la queja es bella, pero pensamos: -¡Pompier, bah!... El personaje
más incomprensible de toda la literatura, para nuestra sensibilidad,
es Romeo. Hemos enterrado definitivamente a la Edad Media y a sus caballerías.
Y no soportamos los versos con zancos de admiraciones. Id, románticos
adolescentes, id con sonetos de amor a la Venus moderna, perfecta ya como
Apolo... La deportista elástica y lisa soplará el humo de
su abdulá sobre su martini, y reirá: -¡Vamos, muchacho,
no seas aván-guerra!...
Todavía hay quienes no son así: convenido; quienes se retrasaron
al nacer, ocupados en el trasmundo incierto de la pre-vida, como muchachas
que tardan en vestirse. Hay en nosotros, los hombres de ahora, un sentimiento
de gratitud hacia los hombres de ayer, que así nos limpiaron el
camino. Nuestra admiración por la generación de 1905, aquí
o allá, se basa en eso, mucho. ¡De la que nos hemos librado!:
los versitos eróticos, las sensiblerías romantizantes, los
claros de luna: todo nos lo mataron antes, esos hombres a los que hoy llamamos
"maestros".