La multitud los reconoció
al punto; eran los matoi, los estandartes militares y esotéricos
de dos nuevos equipos de hikeshi que acudían en tropel alígero,
al sitio del siniestro. Éstos pasaron a su vez, raudos y fantásticos
con sus trajes oscuros y sus faroles amarillos, enmascarados como por espesas
bufandas y asiendo, entre otros útiles, largas picas con garfios
al extremo.
A su paso la muchedumbre,
como arrastrada, corrió en pos de ellos. En carrera vertiginosa
pasaron a lo largo de los almacenes del arroz, desembocaron frente al gran
pórtico del templo de Asakusa y al enfilar por la callejuela lateral
del de Honguanji, los semienmascarados rostros de los hikeshi y
las cobrizas faces de la multitud toda, se empurpuraron con repentino y
ardiente reflejo de escarlata.
A lo lejos, 20 chós
adelante, una inmensa hoguera entre llamas que ascendían, casi verticales,
con ímpetu de una explosión volcánica, entre negras
humaredas que parecían descuajar sobre la tierra todas las tinieblas
del cielo... era el incendio voraz y pavoroso que parecía abrasar
todo el horizonte de Yedo.
En ese punto la multitud quedó
represada ante las barreras echadas y de ella se desprendió sólo
la ágil y larga fila de hikeshi que, sin una vacilación
y en instantánea estrategia, avanzaron con bravo ímpetu y
saltos elásticos de acróbatas. En un instante tomaron sus
posiciones, destacaron piqueros, escalaron murallas y lo primero que se
vio, arrancando a la multitud un clamor de admiración, fue el portaestandarte,
que empuñando el matoi, el extraño lábaro de su brigada,
fue a pararse a la más alta techumbre; allí se plantó
resuelto junto a las