llamas, con el impulso de una víctima que
fuera a ofrecerse en holocausto y con la firmeza a la vez, de una estatua
de bronce, como tal inmóvil y oscura, ejemplificando solemnemente
el deber heroico y cumplido. Ante la muchedumbre que lo aclamaba, el héroe
parecía tan indiferente como ante las llamas que se retorcían
a sus pies. Cual sobre un cielo de apoteosis se destacaba aquella silueta
sobre el horizonte incendiado.
Y la bandera, temblaba, pero
el hombre no se movía!
Hasta pasada media noche y
en toda la velada del Ratón, el fuego se mantuvo amenazante. Varias
veces los hikeshi, pensando que el incendio decaía tras de
la maniobra de zapa, que en su dialecto llaman Keshi Kuchi, gritaron
sobre las techumbres, para emular a los equipos vecinos:
—¡Shita bi! ¡Shita
bi! ¡El fuego declina!...
Y la multitud alborozada y
los vecinos ansiosos, que temían un ruisho o súbita propagación
del fuego, repetían como un coro jubiloso, entre el zumbar de las
columnas de llamas y el sordo estrépito de las pesadas tejas cayendo
entre las maderas calcinadas:
—Shita bi! Shita bi!
Pero el viento de la legendaria
llanura de Musashi no amenguaba; a su ímpetu las ígneas columnas
se abatían de Sur a Norte; los torbellinos de fuego se retorcían
como furiosos dragones, cuyas garras y tentáculos remedaban las
flámulas y cuyas escamas, desprendidas en esfuerzo de violentas
torsiones, eran las menudas chispas que sin cesar