Hora y veinte con Carlos Pellicer
 
 
 
 

    El poeta Carlos Pellicer llegó a París desafiando al rudo noviembre francés con esguinces de torero: capote al brazo, sin chaleco y en traje de Palm Beach. Venía convexo hacia la femenina ciudad, midiendo desde toda la altura y todo el ímpetu del Iguazú la cascadita del Bosque de Boloña. Para él, París no valía una misa: apenas un amén. Ahora vale seis, siete poemas.

    No nos conocíamos antes. Por eso, cuando me encontró en el despacho de Alfonso Reyes, al día siguiente de su llegada, me dio un abrazo y me dijo: -¡Mucho gusto, Carlos Roel! Debo confesar humildemente que no soy Carlos Roel. Añadiré que Carlos Roel no es yo. Somos dos personas distintas, y un solo poeta verdadero -porque yo no soy poeta-. Sin embargo cuando llegue a conocer a Carlos Roel, es probable que acabe por no saber quién es cada cual. De ello tendrá la culpa Carlos Pellicer, que sembró en mi espíritu la duda pirandeliana. Según él -y según el extática Vate Frías- Carlos Roel y yo nos parecemos mucho... al clon Enhart. Pero tiene eso tal airecillo de epigrama...

    Aquel mismo día Carlos Pellicer almorzó en la mesa de Gonzalo Zaldumbide, Ministro del Ecuador en Francia. Pero no fue el diplomático, sino el estilista delicado, el crítico agudísimo, el amigo incomparable, quien nos recibió con esplendidez sencilla, como otras veces, entre sus bibelotes finos y sus muebles firmados por grandes maestros del arte decorativo. La charla fue la que es de imaginarse entre comensales como el anfitrión, nuestro Alfonso Reyes, el caricaturista Toño Salazar, el "filósofo cubista" León Pacheco, el ensayista ecuatoriano Antonio Quevedo, los pintores Manuel Rodríguez Lozano y Julio Castellanos... Desde la exégesis al chisme, recorrimos todo el ámbito de la crítica literaria. Con diente suspicaz, Carlos Pellicer descubría los flageolets -frijoles muy finos de color de jade- y los crosnes -legumbre japonesa en forma de gusano de maguey- y, con oído receloso, ismos inesperados, genios antes anónimos. Su tenedor le anclaba sólidamente en lo real. La Torre Eiffel, inmediata, nos duchaba de electricidad.

    De la centelleante sobremesa -mientras el Raspail y el Cointreau, licores nuevos a su paladar, avivaban la desconfianza de sus sentidos, y la victrola de palisandro y bronce contemporánea, el langor en sordina de los tangos de moda- Carlos Pellicer pasó al deslumbramiento de una exposición de obras de Bakst, que le dejó daltoniano. Mientras los demás barajábamos opiniones sobre la pintura de la "escuela de París", incensando a los ídolos comunes, Carlos Pellicer se quemaba mudamente de acuarela en acuarela. Y de Baskt pasamos -en grupo- a una exposición de cuadros de Modigliani: desnudos femeninos, inmóviles de espasmo, anegados los ojos en las luces turbias del éxtasis. La admiración se resolvió en nutrida discusión estética, mientras Carlos Pellicer, mudo, sacudido por el vendaval de ideas, rebotaba de cuadro en cuadro. A las seis de la tarde, en fin, Carlos Pellicer regresó a la realidad: el asfalto de la Rue La Boëtie. Y entre el estruendo urbano, recobrando la palabra, perdida durante cinco horas, clamó:

    -¡Ahora, lléveme a un establo! ¡Yo quiero ir a un establo! ...

    El poeta restablecía así el equilibrio y derrotaba, con la flor de su ironía, al torbellino inteligente en París.

    Ese grito admirable decidió nuestra amistad. Esto ha simplificado bastante nuestro trato. Ha condescendido ha reconocerme "algo de genio". Además, he averiguado que aquellos versos:
 

  El ronco ruido de la rauda rueda
hórrido ruge y ríspido resuena,

que, basado en la autoridad de Manuel Horta, yo atribuía a la "Salutación a Salvador Rueda", no son de Carlos Pellicer. Esto me hace suponer que deben ser de Manuel Horta. A menos de que sean míos; no sé: ¡todo esto es tan complicado! Por añadidura averigüé que Carlos Pellicer no llamó a Rueda "raro espíritu fraterno"; ¡decididamente, Manuel Horta, acicular humorista, envenenó mi candidez!

    Una tarde, Carlos Pellicer me leyó su primer poema de París: "Las estrellas danzan". Estábamos hundidos en la nieve hasta más arriba del tobillo. El jardín de Luxemburgo, desolado y lunar, nos daba metáforas como edelweis. Yo trazaba con el bastón letreros patrióticos, en mayúsculas bien dibujadas: JALISCO NUNCA PIERDE, o: VIVA TACUBA DE MORELOS. Y comenzamos a discutir sobre poesía; hace tres años pero pronto nos entenderemos. Así, línea a línea, nació su libro Hora y 20. Lo fui conociendo bajo los crepúsculos color de malva y de violeta del otoño, al sol del áspero verano y entre las flores que esperan novio en primavera. Y una medianoche, al influjo de unos agresivos cocteles acabados de inventar por Toño Quintanilla, hasta declamé las carnosas "Variaciones sobre un tema de viaje", acodado a un piano, ni más ni menos que si estuviera luciendo el chaqué en cualquier velada de la muy doméstica Colonia Santa María.

    Pudiera creerse que ese título: Hora y 20, es una alusión a los momentos de silencio que, en las conversaciones, marcan el paso de un ángel y que, en las conversaciones, marcan el paso de un ángel y que, según cierta teoría de André Maurois, cara a Agustín Loaera y Chávez, ocurren siempre cuando faltan veinte minutos para la hora, o a la hora y veinte. Pero es sólo el tiempo que Carlos Pellicer tarda en leer su libro, en pie; sentado -como enseña la teoría de Vasconcelos- tarda más. Cada lector, pues, debe retitular su ejemplar, cronometrando exactamente el tiempo empleado en su lectura. El título tiene la elocuencia de las señas de los pasaportes, la exactitud con que se define a los cañones. En esa vía -cuyo indiscutible Colón, en la literatura, ha sido Carlos Pellicer- se abren perspectivas ilimitadas; así, cierto cineasta de extrema vanguardia tituló un film de extremo romanticismo: 6 y 1/2, 11; el ancho y el largo de una película Kodak. No veo por qué, en lo futuro, no habría de titularse un libro: 420 gramos. O bien: 227 páginas. O aún: Santa María - Roma, aludiendo al espacio que puede recorrerse en tranvía durante su lectura...

    Por supuesto, yo hubiera querido hacer un ensayo sobre Hora y 20 en lugar de este anecdotario sobre su autor. Pero no es fácil dar una vuelta de turista meticuloso en torno a la poesía -un poco hermética y cargada de intenciones- de Carlos Pellicer; se tarda más que en dar la vuelta al mundo. Terreno fragoso: cada día ganamos un descubrimiento. Además, la personalidad del obrero se sobrepone, por más afín, a la atracción de la obra, y el demonio de lo pintoresco me empuja por la enjabonada pendiente de la anécdota. Tal vez esa luz lateral ayude a comprender al poeta, sino a su poesía.

    Una tarde, durante el entreacto de un concierto en el Teatro de los Campos Elíseos, desde el balcón del foyer descubrimos en el vestíbulo a Isadora Duncan, cubierta con un chambergo de terciopelo gris perla y envuelta en un chal flotante como el que había de asesinarla por una de las más crueles burlas del Destino. Y Carlos Pellicer se despeñó escaleras abajo para "ver de cerca" a la gran artista, enorme y pesada ya, en ruinas cual un templo griego.

    Esa anécdota subraya su curiosidad fundamental; para Carlos Pellicer, como para Teófilo Gautier, el mundo exterior existe. Necesita ver, oír, oler, gustar, tocar. Ha logrado sus más brillantes aciertos cuando ha transcrito en sus poemas las agudas relaciones que su ojo aguileño percibe entre las cosas. Todo él es impresión, sensación. Entra inmediatamente en la no man's land que aísla a lo bello -obra de arte, paisaje- y cuyo acceso reserva Dios a algunos privilegiados. Así son sus devotas visitas a los museos, a las ciudades ricas en arquitectura, en color o leyenda - a veces, lo mismo -. Ve lo que nadie ve, oculto tras lo evidente como la pulpa de la fruta bajo la cáscara: don de poeta.

    Ese predominio de la sensación -que para mí explica toda la obra de Carlos Pellicer- se descubre también en sus actos: en la despreocupación, por ejemplo, con que sus risas de claro metal, su voz de violonchelo, rompen, con alarma de mi pusilanimidad, los discretos silenciosos parisienses; hasta en su necesidad fisiológica de llevar algo en las manos: paquete, libro o, como Barres, un abominable paraguas. Se encuentra todavía en el periodo prensil de la evolución humana; los bolsillos le maravillan con el descubrimiento de inesperadas posibilidades para guardar "cosas" -esas "cosas" que son fundamentales en su poesía-. Es ese predominio sensorial el que hace de sus versos, ante todo, una música densamente perfumada de nardos, de jazmines, de gardenias, brillante de colores puros; no en vano me escribía desde Venecia con la alegría de una iluminación súbita: "- ¡Esta, Abate, esta es la capital de mis poemas!" Esa carnosidad verbal, esa riqueza armónica, son el encanto principal de sus libros - que tienen además otras virtudes, y los defectos de sus cualidades -. Pero a la vez, los sitúan peligrosamente en el tiempo: la poesía moderna luce con la luz sin calor de la inteligencia, y el corazón se ha vuelto - ¡al fin!- una sucursal del cerebro, regida por sistemas standard...

    Estas - y otras - reservas aparte, guarda ese libro de Carlos Pellicer el grano en que se resuelven las flores precedentes, y es nuncio del nuevo y ya próximo libro - sin título todavía, por bautizado diez veces - en que el poeta deja el énfasis y los juegos adolescentes, viriliza su acento y dice, por primera vez, su emoción grave, de hombre. Libro que - según la frase "consagrada" - le "consagrará".

    Si estuvieran aún de moda las metáforas bíblicas, cabría decir que el personaje vestido de blanco lino, con un estuche de escribano atado a la cintura, que vio el profeta - Ezequiel, IX, 2-6, para los amantes de precisiones eruditas - ha trazado ya sobre la frente de Carlos Pellicer el tau que marca a los elegidos: los que escapan a la muerte.
 
 
 

1929
 
 
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