Loro estilizado

 

FICHA CATALOGRÁFICA
 

27. Loro estilizado.
José Juan Tablada.
Sin fecha.
Tinta sobre papel manila.
3 3/8 x 3 1/4"
[Al reverso ms. a lápiz: "2ª de Zamora 32. Posession" por JJT. Presenta manchas.]
 
 

NOTA
 

Una vez más aparece el loro en la obra tabladiana, ave con la que el poeta se identificaba y que, según él, definía su personalidad: "Ni entonces ni ahora me ha lastimado la identificación con el ave pintoresca y locuaz que parece haberse apoderado del lenguaje de los hombres, no sólo en su fonetismo automático, sino a veces, en su malicia y su intención" (Las sombras largas, pp. 34). Sin embargo, si consideramos que esta ave simboliza el fuego y la energía solar, además de ser, según algunas doctrinas espiritualistas, el primer animal en que reencarnan temporalmente las almas en su proceso de transmigración, es posible suponer que entre Tablada y el loro existe un nexo más profundo. Este tipo de convicciones formaban parte de la filosofía que Tablada profesó, la cual se manifiesta en el siguiente poema:
 

             Meditación teosófica

Yo fui loro en la Luna... 
Me lo ha dicho la Teosofía 
Y aquella que fue una 
Alma inocente y gárrula, es hoy el alma mía. 

Aún el recuerdo no se pierde 
En mí de la Luna y el ave ancestral 
Y los dos flotan como un chalchihuite verde 
Dentro de una esfera de ópalo y cristal.... 

Tal vez en los dinteles del más allá, me espera 
De los loros de México la tropa vocinglera; 
En los planos astrales le darán a mi alma 

La bienvenida... y sublimando la voz 
tenderán en cada ala la curva de una palma 
¡Y habrán de cantar los ángeles de Dios! 
 

México, Hotel Ansonia
Febrero de 1923

Este poema, junto con "El loro" y "Oración fúnebre del loro", forma el "Tríptico del loro", publicado en La feria (1928), libro ilustrado por Miguel Covarrubias, Matías Santoyo y George (Pop) Hart. Los dibujos que acompañan al "Tríptico del loro" aparecen en las páginas 141 y 147 y son los siguientes:
 

El primero antecede en página sola a todo el tríptico y es idéntico –salvo algunos pequeños detalles– al que aquí nos ocupa; el segundo encabeza la "Oración fúnebre del loro". Los dibujos del libro no tienen créditos específicos, por lo que no es posible identificar la autoría de ninguno.
    A lo largo de su obra, Tablada dedicó varios textos más al loro. Algunos de ellos se encuentran referidos en las notas al dibujo de Miguel Covarrubias Don Xose Juan. El siguiente texto es un capítulo de la novela La resurrección de los ídolos (1924), que se publicó nuevamente en la revista La Antorcha de José Vasconcelos en abril de 1925:

Tribulaciones de un loro

En medio del patio del hotel cantaba la fuente y contrastaba su clara música de égloga con los ruidos urbanos que se concentraban en aquella casa, a donde refluían en pequeño las actividades de la gran ciudad cercana. El ruido pertinaz de un telégrafo, mezclábase al pregón de los periódicos metropolitanos al chocar de las bolas de marfil, pues agencia de publicaciones, oficina telegráfica y billar, estaban instalados en los bajos de la casa, y de la cantina situada en el billar mismo llegaban rumores de cristalería, de dados golpeando el mármol y voces alteradas que constantemente amenazaban estallar en una riña... La víctima de aquella sonoridad inaudita en San Francisco era un loro colgado en el patio, en el núcleo de los ruidos. De día, el pájaro era parte integrante de ellos y demostraba su satisfacción de ser actor principal de aquel conflicto acústico que al revés del cinematógrafo era un drama o una comedia de voces puras... sin actores. Desde la madrugada el loro comenzaba su monólogo haciéndose la voz discretamente, gargarizando sílabas, desatando la lengua pétrea dentro del hueco cascabel del pico, para ir soltando cauta y progresivamente todo el caudal verboso... Al mediodía, cuando el sol asomaba a la fuente tornándola diáfana y avivando los nácares y los corales de los peces de colores, cuando en la cantina hacían quórum los pulcros sacerdotes del aperitivo y los sudorosos cofrades de la Hermandad del Tequila, a la batahola, a las discusiones, a la risa, el loro, vidriera de por medio, se unía de todo corazón, como si se hubiera propuesto no dejar frase sin comentario, risa sin burlesco estrambote ni ruido sin eco. Él se encargaba de rellenar con su lengua de estropajo los raros intersticios del silencio; él se había comprometido a que la algazara no desmayase; él había jurado no dar momento de descanso a las ondas sonoras y despertar a los ecos dormilones, hasta en el breve instante en que, rendidos, cabeceaban intentando cerrar los ojos. Su jaula de hojalata, aun siendo metálico esqueleto, era sonora caja acústica, aéreo templete donde la verde vestal mantenía el ruido sagrado inextinguible. Armazón de cubilete de mágico prestidigitador, de donde de un mentón de sarga verde surgían sin cesar gritos de todos colores. ¿Cómo no creer en la audición colorida, si el loro aquel tenía el patio del hotel constantemente embadurnado, salpicado, chorreando de colores crudos? Muy de mañana, el hotel enjalbegado estaba todo blanco, pero al avanzar las horas, aquel pintor de ollita del ruido lo había dejado imposible con crudos brochazos de magenta, azul pavo, amarillo cromo, verde turquesa, anaranjado...
    La potencia fonética parecía en la profundidad de aquel patio darle manta sin tregua a un Arlequín pelele que a cada instante caía despedazado para rebotar íntegro de nuevo... Las victrolas eran negras; el loro contumaz había apostado con la electricidad estática a que resultaría gris junto al estridentísimo de su paleta verde, el mismo radioteléfono cuya aereal estaba ya instalada en la azotea de tercer piso.
    Pero a aquella hora de la noche el loro insomne que sólo dejaba acuñar oro con el silencio nocturno por los monederos falsos de la luna, era un desventurado. Sus plumas caían como follaje de saúz. En vano trataba de esponjarse y esconder la cabeza bajo el ala. Verde como las plantas inmóviles antojábase el alma en pena de un cactus pulposo y embrujado...
    Ante su ojo redondo y atónito parecían hacerse visibles, helándolo de miedo los más espantables lémures nocturnos. Fantasmas de zorras famélicas, espectros de cacomixtles, coyotes descamados. Por fin la camarista se acordó del ave en desamparo...
    Envolvió la jaula en un lienzo y se lo llevo a la cocina, todavía tibia y ya silenciosa, propicia al sueño de los loros.
    Remedios y Consuelo llegaron en esos instantes, de prisa subieron la ancha escalera. A Consuelo le saltaba el corazón dentro del pecho. Llegaron por fin al cuarto de la Cantadora y la mano trémula tembló más al llamar sobre vidrios... [La Antorcha, abril de 1925].


 

MLHV